El legado de cuatro maestras republicanas que el franquismo no pudo borrar
En el primer tercio del siglo pasado, un ejército de mujeres invisibles tomaron partido en las instituciones educativas convirtiendo en profesión lo que hasta entonces se les había asignado de forma natural e intrínseca a su género. Traspasaron barreras. Infatigables, con determinación y entrega, independientemente de los avatares políticos que les tocó vivir. Fueron referentes, pero también menospreciadas por el franquismo. Debían encajar en la base ideológica del régimen, que establecía por imposición legislativa que la producción debía ser para ellos y la reproducción, para ellas. Las maestras desaparecieron de las imágenes históricas más allá de los ejercicios de la Sección Femenina. Supieron vivir con la discreción de los héroes anónimos. Admirables por el talento de quien realiza labores de gran calado social desde el ostracismo.
María Moliner (Paniza, 1900 – Madrid, 1981) es una de esas pioneras universitarias que ejercen, además, una profesión. No es una mujer convencional. Desde muy joven sabe que para seguir formándose y frecuentar círculos culturales necesita una fuente de ingresos que le proporcione autonomía.
Tras una primera estancia breve en el Archivo Histórico de Simancas, ejerce como archivera de la Delegación de Hacienda de Murcia, trabajo que compagina dando clases particulares. La prensa local de 1924 recoge varios anuncios en los que ofrece sus servicios como profesora particular de bachillerato y preparatorio de Derecho. Ese mismo año es la primera mujer en ocupar un puesto docente en la Universidad de Murcia, diez años después de que este centro comenzara su andadura. La Facultad de Filosofía y Letras le daba la bienvenida haciendo mención expresa a la que sería “representante del elemento femenino por primera vez”.
En 1929, Moliner se traslada a Valencia, donde alterna su empleo en los archivos de la Delegación de Hacienda con la experimentación de prácticas educativas innovadoras bajo los principios de la Institución Libre de Enseñanza, que guiarán toda su trayectoria, y “une su vocación de bibliotecaria con la labor de difundir la cultura”, precisa su biógrafa, la escritora y periodista Inmaculada de la Fuente.
Con la idea de que la educación es un vehículo de transformación social, intelectuales, pensadores y artistas se aglutinan en torno a un amplio programa de reformas que la proclamación de la República, en 1931, pone en marcha para reducir la alta tasa de analfabetismo que impera en el país. Moliner, comprometida con el fomento de la lectura, dedica sus esfuerzos a organizar una red de 105 bibliotecas rurales que están dotadas por un fondo mínimo de cien libros que ella misma selecciona y manda con sus fichas a las escuelas de los pueblos más pequeños. “Cualquier libro, en cualquier lugar, para cualquier persona”, diría.
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